Posteado por: doblemirada | julio 19, 2009

Escenas del amor crucificado

Don Giovanni

Lobo de mar anclado en la ciudad, cansado de olvidar una mujer en cada puerto”…

Fito Páez y Joaquín Sabina. Deliriums Tremens

Aquí, junto a la resaca que es mi fiel purgatorio, confesiones de una máscara en su historia del ojo cegado. Montaje en cuatro escenas. Historia de cuatro personajes.

La lógica del encuentro del hombre con las mujeres. Desastrosa. Sigue un curso de retorno incesante, devastador. Primero, seducción: juego de fascinación por la mujer y luego, enamoramiento ante la captura idealizada del otro. Segundo, desprecio: degradación del objeto de amor, coerción ante la exigencia de lo imposible, y después angustia frente al uso del fantasma del otro. Tercero, arrepentimiento: aparece la culpa y la búsqueda de redención a través de una entrega febril. Finalmente, humillación: ante el rechazo del arrepentimiento, el hombre se ofrece como un ser miserable, rogando perdón, produciendo lástima. Todo ese ciclo es el naufragio del hombre. Todo eso junto son mis cuatro personajes: Don Giovanni, Casanova, Oliveira, Ulises. Sin ellos, ya no habría ecce homo.

Si el montaje asume la palabra, es porque el lenguaje me alcanza como piel: froto mi lenguaje contra el otro. Y allí el otro hace temblar de deseo mis palabras. Me es imposible hablar de Ella o sobre Ella, puesto que todo atributo es falso: Ella es inclasificable. Por eso las cuatro escenas obedecen a una relación sin topos, sin lugar, sin discurso. Y sin embargo…

Escena I: el puerto de Don Giovanni

“In Italia seicento e quaranta,

in Lamagna duecento e trantuna,

cento in Francia, in Turchia novantuna,

ma in Ispagna son già mille e tre…mille e tre”

1. “Mille e tre”. Así el canto en la escena que muestra el recuento que Leporello hace de las conquistas de Don Giovanni; así el modo en que el sirviente de Don Juan quiere consolar a la atractiva Doña Elvira. Quien haya visto tal escena en la ópera de Mozart, reconocerá en ella la esencia del conflicto donjuanesco. Toda la historia gira en torno a tal escena y la consuma con sus movimientos: cuando Leporello hace reproches a su señor por la vida lujuriosa que lleva, Don Giovanni no entiende por qué debería abandonar su incesante búsqueda de las mujeres; cuando Leporello quiere saber por qué su señor traiciona a todas las mujeres, el seductor no puede responder otra cosa: «ser fiel a una significa traicionar a las otras». Si el «mille e tre» toca el corazón del acto es porque revela que las mujeres sólo pueden ser poseídas una-a-una, una-por-una. Sí, “mille e tre” es el anverso del Uno de la fusión universal. No, “mille e tre” no puede ser el destino ebrio de nuestros cuerpos.

2. Conozco dos modos bastante miserables de interpretar el “mille e tre” donjuanesco. El modo más patético corresponde al típico argumento cristiano y es de un marica llamado Kierkegaard: se deben abandonar todas las distinciones para poder amar al prójimo. Allí donde la amistad y el amor erótico están determinados por su objeto, el verdadero amor al otro está determinado por el amor y por nada más que el amor. El amor genuino es sin cualquiera de las cualidades contingentes que hacen la diferencia en el objeto. El amor no se motiva por un objeto determinado, sino por la mera forma del amor. En definitiva, se trata del amor como causa de sí mismo: el amor perfecto es el eclipse que nos hace completamente indiferentes hacia el objeto amado. Anulo al objeto amado bajo el peso del amor mismo: por una perversión típicamente amorosa lo que amo es el amor y no el objeto.

3. Si es así, entonces Don Giovanni es el amante verdadero, el único que cumple con la condición del amor auténtico. La serie de conquistas de Don Juan comparte esa indiferencia hacia el objeto. Recuérdese la larga lista de conquistas que registra Leporello: flacas, gordas, bellas, feas, grandes, chicas, nobles, pobres, burguesas, baronesas. Para Don Juan, la calidad del objeto seducido no importa. Si Don Juan es el seductor por excelencia, si sus conquistas son puras, es porque no son contaminadas por las características contingentes del objeto. Es la bella indiferencia frente a la belleza imperfecta que duerme adentro de la carne. Pero si la condición del amor es la indiferencia hacia el objeto, entonces el otro que se ama no puede ser más que un otro de suspiro cadavérico, un otro muerto. Y entonces el de Kierkegaard no es más que un cobarde intento de escapar a la violencia del amor. Un gesto con olor a suicidio. Un asco.

4. Amar al otro no es sin arriesgarse. Amar no es sin catástrofe. El amor verdadero nunca es una relación simétrica entre dos seres, puesto que la pasión de cataclismo que supone hiere necesariamente al objeto, no puede dejarlo intacto. Por ello, la indiferencia que pertenece al amor auténtico no es la indiferencia hacia la contingencia del objeto, sino la indiferencia hacia las propiedades del objeto amado. Por ejemplo, decir “te amo porque…(tienes lindos ojos, un bonito culo, blablablá)” es siempre falso. Al igual que con la creencia religiosa, no te amo porque encuentre atractivo tu par de tetas, sino que encuentro tus tetas atractivas porque amo y mantengo una mirada de amante: te hago entrar en mi fantasma. Encuentro en mi vida cientos de cuerpos, todos los días caminan frente a mí; de esos centenares puedo desear muchos; pero, de esos muchos, no amo sino uno: el tuyo. La geografía del cuerpo del otro del que estoy enamorado designa la especificidad cartográfica de mi deseo. Todos los rasgos encarnados que amo en ti son representantes del vacío misterioso que realmente amo. Y si cada uno de esos rasgos fueran borrados, te seguiría amando. A pesar de mí y de ti.

5. El otro modo de interpretar el “mille e tre” es definitivamente una mierda, pero tiene la ventaja de alejarse de las mariconadas, aunque me desespera con el umbral que abre entre las piernas del ser. La apuesta de Lacan es que Don Juan es un mito esencialmente femenino. Si el “mille e tre” es posible, es porque la mujer, en su condición accidentada de ser sexuado, es “no-toda”. Mujer, delirante acantilado, catedral desconocida: Don Giovanni está en una incesante búsqueda inconsciente de «LA MUJER«, repitiendo una y otra vez una impostura masculina que hace de él mismo un objeto que circula en la larga lista de mujeres que conquista. Si el “mille e tre” denota la condena originaria de Don Giovanni, es porque, al confrontarlo con el “una por una” femenino, hace de la recuperación del goce sexual una operación imposible de contabilizar. Doña Ana sabe que su valor depende de no perder su privilegio de ser la mujer de excepción, sabe que no hay que estar incluida en la lista de Leporello. Las mujeres saben cómo procede el hombre para encontrarlas, aunque siempre terminan cediendo a la fantasía de redimir el pecado original del hombre. ¿Por qué? No sé. A fin de cuentas, Doña Elvira era tan puta como Don Giovanni, más puta que la virginal Belladona, sublime pornostar de nuestros días.

6. ¿Y si salimos de la ternura santurrona del amor y entramos al juego perverso de la seducción? Seducir es una maldición. Infinita mala raja. No por casualidad Baudrillard hablaba de la seducción como crimen originario. Y es que la seducción es del orden del artificio; trabajo del cuerpo a través de lo ritual (como el ronroneo del gato, juego libidinal de indiferencia con los otros, puro goce masturbatorio que todos envidiamos). Allí reside el secreto de Don Giovanni. Y allí reside también el carácter subversivo de la seducción, en esa irreconciliación con el otro, en la afirmación de la extrañeza de lo otro. La seducción tiende siempre a descentrar respecto a la identidad: es la insistencia de la alteridad radical. Seducción viene de se-ducere: llevar aparte, desviar de su vía, desplazar; producir viene de pro-ducere: poner las cosas en la obscenidad de la mirada. La seducción no es producción. La seducción saca las cosas del orden de lo visible. Es mantener latente el secreto. La seducción pone en juego al deseo de manera femenina. Si lo femenino seduce, es porque siempre está en otra parte, nunca está donde se piensa. Nunca sabemos en realidad lo que quiere decir una mujer (dice “No” cuando quiere decir “Sí”). La mujer es mascarada, travestismo: todo es maquillaje, teatro…seducción. Simulacro. Por eso hay un miedo a ser seducido. No nos engañemos, para seducir es preciso haber sido antes seducido. En ese juego de uno con el otro se quiebra la lógica del sujeto/objeto. Es un remolino del que no se sale ileso. En su Diario de un seductor, Kierkegaard, en un intento de justificarse frente a la pobre Cordelia, su amada imposible, realiza un ejercicio desesperado. Pero no es Cordelia quien merece nuestra compasión, sino ese pequeño hombre miserable que escribe su diario y recibe como respuesta: “Sí, soy tuya, tuya, tuya: soy tu maldición”. Otra vez: seducir es una maldición. Siempre lo supo Don Giovanni. Y ahora, después de una temporada en el infierno, lo sé yo.

7. El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Tal era el diagnóstico de ese concheta de los discursos que se conoce como Barthes. Pero no. Toda la violencia del amor se pierde al analizar ese discurso como si estuviese disecado. Sólo otro hijo de puta puede reducir lo amoroso a un simple objeto sintomático. Hay que enfrentar lo que el amor tiene de intratable. Ese es el mérito de Don Giovanni: llevar el amor a ese extremo donde se devela su secreto, allí donde se deshace en pura seducción. Al sustraer al amor de su sentido, la seducción nos hace intratables.

8. Silencio.

Ulises, el crucificado

P.D.: Ella dijo: Porque necesito conquistar al amor de mi vida invitándolo a ese concierto y no tengo plata para comprarlas. Hay dos canciones que son claves en nuestra historia. Y él escuchó: más allá del bien y del mal, tú y yo tal para cual, sueltos en el jardín riendo para no llorar

Posteado por: doblemirada | marzo 9, 2009

Desigualdad y poder: estructura, reproducción y subjetivaciones

desigualdad

Con el propósito de estimular la publicación de artículos realizados por estudiantes y académicos de las distintas disciplinas de las ciencias sociales, Némesis (revista de los estudiantes de ciencias sociales de la Universidad de Chile) convoca a participar del séptimo número de la revista. Las diversas secciones contemplan colaboraciones en distintas modalidades: artículos para el debate central, artículos metodológicos, ensayos de teoría social, así como notas o reseñas bibliográficas. En este séptimo número el debate central se encuentra articulado en torno a la temática de la desigualdad y el poder, sus incidencias en la composición de la estructura social, formas de reproducción y mecanismos de subjetivación en el Chile actual. Los artículos pueden versar sobre cualquiera de los ejes temáticos propuestos, con la sola exigencia de responder a las formalidades prescritas y los criterios de calidad contemplados en toda publicación académica. El plazo final de recepción de artículos es el 31 de Mayo del 2009. Los textos deberán ser enviados por correo electrónico a revista.nemesis@yahoo.es o nemesis@uchile.cl

Aquí les dejo parte de la convocatoria. Para mayor información ver http://www.revistanemesis.blogspot.com

Debate central

América Latina es la región más desigual del mundo en términos de distribución de la riqueza, y Chile es una de las sociedades más desiguales dentro de esta región ominosa.[1] En términos generales, si bien la situación económica personal es mejor que la de la generación anterior y crecen las expectativas de consumo en toda la población, la desigualdad ha ido en aumento en las últimas tres décadas.

Desde el discurso oficial en Chile, el principal problema de la economía estaba asociado a los desequilibrios macroeconómicos y la inflación. Parecía que dichos problemas estaban controlados, lo cual se ofrecía como condición de posibilidad para instituir un debate en torno a temas distributivos. Con la reciente emergencia de una crisis económica mundial, pareciera que tal debate quedará rezagado. Sin embargo, al interior de este panorama general se reafirma la necesidad de plantear el problema redistributivo en todas sus dimensiones.

La consigna que resume el sentido histórico que el gobierno actual quiere proyectar es consolidar una plataforma que permita instalar un sistema de protección social. En ese esfuerzo aparece como problema central la equidad y sus diversas dimensiones: inclusión, igualdad de oportunidades, movilidad social, vulnerabilidad, etc. En tal sentido, se reconoce que la desigualdad es un riesgo para la democracia, por cuanto está asociada a una fragmentación social que se liga a una erosión del sentido de comunidad. De hecho, en la medida en que la desigualdad tiende a dificultar la movilidad social, se generan tensiones y aumenta el grado de conflictividad social.

En este contexto, el informe de la Comisión Meller (Consejo Asesor Trabajo y Equidad) del 2008 demuestra lo alarmante que resultan nuestros niveles de desigualdad. Dicho informe parte por reconocer que el crecimiento económico ha sido muy importante para reducir la pobreza y la indigencia, al mismo tiempo que ha permitido el aumento del nivel de consumo de la población, así como el incrementado de la cobertura en educación, salud y vivienda. Sin embargo, como concluye el informe, un alto ritmo de crecimiento es condición necesaria pero no suficiente para resolver los problemas sociales. En este sentido, se sanciona abiertamente que si bien el mercado es un mecanismo muy eficiente para la asignación de recursos y la generación de empleo, no resuelve el problema de la equidad, por cuanto su funcionamiento libre no es capaz de solucionar el problema a partir de mínimas correcciones sistémicas. La desigualdad es más bien una de las consecuencias del mercado, el cual a su vez contribuye a preservar la distribución regresiva inicial. Por ello el rol de la política social radicaría en ayudar a los grupos que tienen un menor nivel de ingresos, tratando de reducir en parte las diferencias resultantes de la acción del mercado. Mediante un llamado al fortalecimiento del espacio público, la deliberación ciudadana y la negociación colectiva, el informe erige la distribución de la riqueza, los mayores niveles de igualdad, como condición del crecimiento.

Es en esta dirección que se debe contribuir a superar el vacío slogan concertacionista de “crecimiento con equidad”, el cual somete la integración social al crecimiento. Por cierto, el sistema de protección social y su énfasis en el bienestar no significa necesariamente un cambio respecto a la matriz ideológica neoliberal que se instala en Chile desde la dictadura, a partir de la cual se supedita la equidad y el desarrollo al crecimiento: es decir, la equidad como resultado (por “chorreo”) y no como condición de posibilidad. A partir de los nuevos énfasis discursivos, es posible distinguir que estamos frente al problema de cómo promover la responsabilidad social, partiendo de la base de que las políticas económicas y sociales tienen un efecto directo sobre el bienestar humano. Sin embargo, el punto crucial radica en que la noción misma de bienestar, por cuanto es intrínsecamente una noción político-ideológica, debe ser cuestionada y redefinida. La desigualdad es un fenómeno estructural, es decir, no puede explicarse (ni legitimarse) en términos de responsabilidad individual: su origen está en las estructuras socioeconómicas y culturales de la sociedad. En síntesis, se debe hacer hincapié en que se trata de problemas estructurales que no serán solucionados con políticas públicas parciales.

Pareciera que la reflexión en torno a la desigualdad ha quedado restringida al ámbito de interés de las tecnocracias, reafirmando la creciente desaparición de los intelectuales críticos. Es por ello que hemos planteado a la desigualdad y no a la equidad como problema. La equidad se reduce a la igualdad de oportunidades para la satisfacción de necesidades básicas (acceso a un mínimo de subsistencia) o aspiracionales; esto exige del Estado un marco de políticas generales que aseguren una plataforma común para todos, así como políticas correctivas del mercado en caso de no existir tal plataforma. La igualdad, en cambio, apunta a que exista una menor distancia entre categorías sociales, tanto respecto del poder como la riqueza, y para ello supone del Estado una acción redistributiva, y no sólo correctiva, del mercado. Pero, aún más, la igualdad implica reconocer a los actores sociales que se involucran en los cambios de la sociedad. No se debe confundir igualdad con equidad, como lo ha venido haciendo un cierto discurso que enfatiza ya sea el acceso de todos a las oportunidades, ya sea la reducción de la pobreza, pero no se preocupa de la distancia entre ricos y pobres o entre débiles y poderosos. La política social no puede reducirse a la disminución de la pobreza. Dicho de otro modo, a las políticas de equidad hay que agregarle un componente simbólico y efectivo de tipo redistributivo que cubra tanto las igualdades económicas como las educacionales y las ciudadanas que se expresan en la capacidad de acción al interior de la matriz de relaciones de poder en una sociedad.

Una cosa es clara: la brecha entre ricos y pobres aumentó en los últimos 30 años. Lo que no aparece tan claro es si esta disparidad tiene su origen en la economía o en el sistema político. Si bien los argumentos aparecen defendiendo posturas disímiles, sigue vigente la pregunta: ¿la solución a la desigualdad pasa por un cambio en el sistema económico o por cambios en el sistema político? En respuesta asumimos el hecho de que la desigualdad es reflejo de la distribución del poder. Dicho de otro modo, la estructura social y política de un país remite al modo en que se articulan los procesos sociales en términos hegemónicos e ideológicos: la desigualdad no está inscrita en un orden natural, es más bien un producto social anclado a ciertas estructuras de poder que se reproducen. Al asumir la perspectiva de las relaciones de poder buscamos subrayar el estatus conflictivo de la tensión que persiste entre subjetividad y racionalización como ‘ethos’ de la modernidad, al mismo tiempo de relevar sus efectos en términos de subjetivación en el campo social y cultural (a nivel de actores, movimientos, sujetos de discurso, clases, etc.). Así, pensar la desigualdad y la composición social que la produce en términos de relaciones de poder permite entender la despolitización del sujeto y su reclusión en el individualismo como consecuencia de las nuevas formas de subjetivación. En efecto, las reformas estructurales aplicadas en América Latina durante los ochenta no sólo implicaron cambios a nivel de las bases del sistema productivo y en la relación de los países con la economía mundial, sino que también produjeron nuevas configuraciones a nivel de las prácticas políticas, las subjetividades y la cultura. La desigualdad, como secuela de dichas reformas, no sólo ha provocado efectos en la condición material de los sujetos, sino también en los modos de pensar y construir imaginarios.

Todo esto obliga a pensar la desigualdad en términos de causas, dimensiones, consecuencias y responsabilidades que inciden en la redistribución del poder, la riqueza y la capacidad de acción. En suma, obliga a ir más allá de los diagnósticos socioeconómicos y sus indicadores. Hacer de la igualdad un objetivo posibilita que el lazo social asuma un significado dotado de sentido en nuestro imaginario colectivo, así como conciliar el individualismo creciente (producto de la expansión del consumo) con un sentido de comunidad y cohesión social. Para ello se requiere pensar un modelo de sociedad más allá de la atomización de las acciones dentro del mercado, recuperar y fortalecer la capacidad deliberativa de un sistema político sujetado al economicismo y la tecnocracia (es decir, hacer de la política algo más que un mero problema de gestión). Por último, hacer de la igualdad un horizonte permite avanzar desde una relativa democratización política hacia una verdadera democratización social, promocionando el empoderamiento de la sociedad civil.

Líneas temáticas

A) Desigualdad, poder y estructura social (estilo de desarrollo; trabajo, estratificación y clases; globalización)

Superar la forma de organización social que agudiza la brecha entre integrados y excluidos para promover la igualdad supone repensar los estilos de desarrollo. El descentramiento que implica la tercera revolución industrial agudiza la heterogeneidad estructural, segmentando a la población en niveles desiguales de productividad, acceso a mercados, incorporación de tecnología y bienestar. La globalización no condujo a la síntesis entre integración material (vía redistribución de los beneficios del crecimiento) e integración simbólica (por vía de la política, los medios de comunicación y la educación) que prometía.

En este contexto, la reorganización del trabajo abre nuevas vulnerabilidades y pone la precariedad como contrapartida. En el nuevo paradigma productivo la relación entre crecimiento económico y empleo ya no es clara. Esta disociación debilita la capacidad negociadora de la fuerza de trabajo, y así se plantean nuevos problemas al Estado, por cuanto éste debe enfrentar demandas crecientes de la masa de desocupados «estructurales». La flexibilización laboral se presenta como única alternativa para paliar el desempleo, pero no es una solución inocente, pues implica baja protección laboral y más precariedad.

Hasta hace un tiempo las ciencias sociales se abocaron básicamente al tema de la pobreza, dejando de lado el estudio sobre la desigualdad en términos de clases que había imperado durante años anteriores. Si bien han comenzado a reaparecer estudios centrados en describir las diferentes posiciones que se dan en la estructura social producto de una desigual distribución de activos, se trata más de estudios de estratificación que de estudios de clases.

B) Desigualdad, poder y reproducción social (percepciones culturales de la desigualdad y el poder; educación y nuevas tecnologías; ciudadanía y élites; territorio, comunidad y descentralización; Estado, instituciones y políticas públicas; hegemonía, ideología e industria cultural).

La desigualdad se ha instalado históricamente con tal fuerza, que no sólo ha afectado la condición material de los sujetos sino también sus formas de pensar y ver el mundo. A partir de las reformas estructurales de los ochenta, paralelamente al avance de un sistema basado en la primacía del mercado, se establecieron a nivel simbólico formas para legitimar las consecuencias “no deseadas” de la imposición de dicho sistema. La ideología de mercado y del consumo homogeneizador promueven que los sujetos conciban la desigualdad como simple aprovechamiento o desaprovechamiento individual de las oportunidades ofrecidas. En este contexto, la educación aparece como principal herramienta para superar las desigualdades, en la medida en que incidiría en el nivel de ingresos, la conectividad, el acceso a instancias de poder, la participación ciudadana, la cohesión social, etc. Sin embargo, el énfasis en la eficiencia y la modernización de la gestión ha descuidado el problema de la igualdad social en educación.

Por cierto, existen desigualdades que no son estrictamente económicas. Se trata de desigualdades principalmente ciudadanas o cívicas ligadas al origen social y que se reflejan en desigualdades ante la ley y la justicia, en la existencia de influencia o “pitutos” anclados a poderes que se derivan de situaciones heredadas. Por otro lado, en algunos lugares de la sociedad y territorios, tanto urbanos como rurales, la condición de pobreza y marginación se encuentran particularmente generalizadas. En esos espacios se producen diferencias de poder y capacidad de influir en las grandes decisiones nacionales que obligan a reclamar la urgencia de políticas sociales de descentralización y empoderamiento de las comunidades. Asimismo, en el campo de la cultura existen profundas asimetrías de poder para imponer visiones de mundo en la circulación mediática. De este modo, las asimetrías materiales se conjugan con asimetrías simbólicas.

C) Desigualdad, poder y subjetivaciones (juventud y género; minorías étnicas e inmigrantes; acción colectiva y nuevas subjetividades).

El desempleo entre los jóvenes y las mujeres es muy alto. Al mismo tiempo en que se reconoce la necesidad de impulsar políticas que incentiven la plena incorporación de las mujeres al mercado laboral, se evidencia la necesidad de incorporar a los jóvenes a los espacios deliberativos de la sociedad y ciudadanía política. La juventud tiene más acceso a educación, pero menos acceso a empleo; los jóvenes cuentan con más acceso a información y redes, pero tienen menos acceso al poder.

Por otro lado, existen desigualdades que provienen del origen social (estatus) o étnico, de las orientaciones culturales, la procedencia regional o la pertenencia a grupos. En América Latina existe una tensión permanente entre políticas de reconocimiento cultural y políticas de igualdad social. De ahí que se deba compatibilizar el descentramiento cultural con la racionalidad colectiva que apunte a resolver necesidades básicas y distribuir oportunidades de desarrollo. En otras palabras, se requieren políticas que resuelvan la dicotomía entre igualdad y diferencia vinculando los modos de producción con la exclusión estructural y los modos de vida.

La desestructuración de las relaciones y del tejido social que la desigualdad trae consigo, al mismo tiempo que afecta la acción del Estado, deja a los sujetos con una sensación de desprotección que los obliga a reconfigurar sus individualidades. En el contexto de exclusión se crean identidades grupales en los márgenes como estrategia de identidad social. Por otro lado, resulta paradójico que en Chile el incremento de las desigualdades no se traduzca necesariamente en un incremento de la conflictividad social, ni mucho menos en la consolidación de proyectos alternativos de desarrollo o nuevos movimientos sociales que puedan incidir en las coordenadas hegemónico-ideológicas. Si bien se valora la acción colectiva, no se concibe que a través de ella puedan disminuirse las desigualdades.

Comité Editorial Revista Némesis
Revista de los estudiantes de ciencias sociales
Universidad de Chile

[1] Según datos del Banco Mundial, en América Latina el decil más rico recibe el 48% del ingreso y el decil más pobre el 1,6%; en Chile el decil más rico recibe alrededor del 40% del ingreso. En términos de desigualdad, Chile ocupa el lugar 12 entre más de 100 naciones.

Posteado por: doblemirada | diciembre 30, 2008

Facebook, o la virtual vida de los Otros

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Nosotros no nos consideramos una comunidad, no estamos tratando de construir una comunidad, no estamos tratando de crear nuevas conexiones”.

Mark Zuckerberg

Si para este año nuevo viniera Marx a visitarme y darme el abrazo, le diría que los nuevos años exigen una reformulación de su teoría. Y es que la riqueza ya no se encuentra sólo en el control de los medios de producción y la explotación del proletariado. No. Hoy la riqueza reside cada vez más en el mundo de las “redes sociales”. En efecto, no por casualidad uno de los más intensos usos de internet es participar en redes sociales: comunicarse con amigos, familiares, conocidos y desconocidos para intercambiar palabras, divagaciones, imágenes, diálogos que en realidad nunca son y que pueden ser leídos por millones de personas que consumen varias horas al día atrapados en la web.

El sociólogo alemán Jürgen Habermas planteaba que en las sociedades contemporáneas estamos en presencia de un nuevo modo de espacio público: la esfera privada está siendo invadida y colonizada por la esfera pública. Sin embargo, el también sociólogo Zygmunt Bauman plantea una tendencia opuesta: la colonización de la esfera pública por temas que antes eran considerados privados e inadecuados para exponer en público. Creo que la segunda tesis es más precisa. Lo que está ocurriendo actualmente (en la época de la modernidad líquida) no es sólo una nueva articulación de la frontera privado/público, sino que más bien parece estar operando una redefinición de la esfera pública como espacio en que se escenifican los dramas privados, exponiéndolos a la vista de todos.

Es en esa redefinición histórica de la esfera pública que se inscribe Facebook, un proyecto de red social financiado y celebrado por la posición ideológica de los capitalistas de hoy. En sí mismo, Facebook es un experimento sociológico potente: uno es libre para ser quien quiera ser (viejo credo liberal que ya Marx denunciara), siempre y cuando a uno no le importe ser bombardeado por la publicad de las grandes marcas del mundo.

Aunque el proyecto fue concebido por Mark Zuckerberg, el joven rostro que todos aman y que todos quisieran ser, el verdadero personaje detrás de Facebook es un tal Peter Thiel, un tipo reconocido como inversionista de capitales de riesgo y como un mediocre filósofo futurista “neocon” (neoconservador). Si bien se dice que el mentor intelectual de Thiel es el famoso antropólogo René Girard (quien propone la teoría de que el comportamiento humano se moviliza por deseo mimético, lo que se ofrece para interpretaciones de alto vuelo teórico), lo importante es dar cuenta de que en Facebook se trata de un nuevo experimento capitalista: se puede hacer dinero con las amistades. Facebook no fabrica absolutamente nada; es un simple mediador de relaciones que ya existían. De este modo, internet abre todo un mundo de expansión del libre mercado.

Tener amigos en la web es el concepto que Facebook invita –ideológicamente- a realizar con el fin de publicitar distintas marcas. En este contexto, nos bombardean cada vez más con nuevas opciones, pero de hecho tenemos pocas opciones verdaderas. Las opciones se han vuelto invisibles en un mundo aparentemente lleno de opciones infinitas. En este marco, Facebook constituye la extensión de un programa que sirve como herramienta masiva de recolección de información: los usuarios ofrecen de forma voluntaria información sobre su identidad, fotografías, listas de amigos, conocidos, y objetos de consumo favoritos. Esta gigantesca base de datos es vendida a los anunciantes bajo la excusa de -como dice Zuckerberg- “tratar de ayudar a la gente a compartir información con sus amigos sobre las cosas que hacen en la red”. Por ello las grandes empresas (Coca-Cola, Blockbuster, etc.) se unen y financian a Facebook, un espacio que se ofrece como libertad absoluta, donde dicha libertad se confunde con la realización de los consumidores y las relaciones con los amigos son convertidas en bienes que se venden a las grandes marcas globales.

Por lo tanto, uno se ve en la necesidad de sostener la tesis que afirma que en la actualidad el valor no reside en objetos manufacturados, sino en las cosas imaginarias, o con más precisión, en las relaciones entre los seres humanos. Hoy lo que se vende son las relaciones mismas. El fetichismo ya no es de las mercancías (como revelara Marx), sino de las relaciones que las sostienen. La nueva forma del fetichismo se expresa bajo la forma de una producción inmaterial: la producción de vida social como objetivo de la producción. El rasgo del capitalismo contemporáneo es la mercantilización directa de la experiencia misma: lo que se está comprando en el mercado son cada vez menos productos (objetos materiales) para poseer, y cada vez más experiencias vitales, participación en un estilo de vida o redes sociales (un lifestyle…quizá por ello no es casualidad que los condones más usados por los adolescentes lleven ese nombre). En la actualidad la lógica del intercambio es invertida: ya no compramos los objetos, sino que el tiempo de nuestra propia vida (y que quemamos sentados frente al computador).

Por otro lado, Facebook parece una suerte de régimen totalitario virtual con una población que crece por millones a la semana. De allí que me vea tentado de sostener que Facebook es la realización virtual de La vida de los otros, la película del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck. La vida de los otros (2006) trata sobre la Alemania Oriental bajo el dominio de la Stasi, la policía secreta de Alemania del Este que a través de un sistema totalitario de vigilancia mantenía el orden en el régimen comunista. Así, la Stasi conocía todos los amigos, todos los contactos, todos los movimientos, en fin, todas las redes sociales de los sujetos. ¿Qué es Facebook sino la forma neoliberal, tolerante, abierta y al mismo tiempo oculta de la Stasi? Piénsese en el simple hecho de que una vez abierto una cuenta es imposible desertar de Facebook. Paradójicamente, su carácter oculto está dado por el exceso de visibilidad; es decir, al ser un sistema de información abierto, público, se invisibiliza como dispositivo de vigilancia (y de control diría un foucaultiano paranoide). Lo característico de Facebook no es que se publiquen los datos personales y los gustos frente a los otros sino que es más bien frente al gran Otro (el orden simbólico de la red) en cuanto tal.

Pero más allá de la clásica teoría (paranoide) de la conspiración que vincula Facebook con los sistemas de inteligencia como la CIA, hay que pensar en las posibilidades que abre el mundo de la world wide web en general y los efectos que produce en las relaciones sociales. Decir que a través de la web o de programas como Facebook se busca reemplazar el mundo real por un mundo virtual es decir una burrada. A partir de la virtualización de nuestras relaciones aprendemos que nunca hubo “realidad” en cuanto tal, sino que más bien las relaciones sociales son inherentemente virtuales (imaginarias): la virtualización nos hace concientes retroactivamente de que el universo sociosimbólico como tal ya está siempre mínimamente virtualizado en el sentido de que lo que experimentamos como realidad implica un conjunto de presuposiciones que determinan lo que experimentamos concretamente como realidad. Tal como lo afirma el filósofo esloveno Slavoj Žižek, hay una cierta brecha en la realidad misma, y la virtualización es posible precisamente porque esa brecha “en” la realidad debe ser llenada. Por eso la realidad se redobla a sí misma como realidad virtual. Por eso la realidad necesita de la apariencia. O más bien, por eso la apariencia no es un fenómeno secundario sino que es inherente a la realidad misma.

Sin embargo, todos somos testigos de que la realidad virtual ofrece a la realidad desprovista de su sustancia: la realidad desprovista de “realidad”. Pero al mismo tiempo, las actividades del “ciberespacio” nos revelan lo que hay de “real” en nuestra experiencia de eso que los fenomenólogos llaman “mundo-de-la-vida” (lebenswelt). Es decir, si bien el ciberespacio puede funcionar como espacio imaginario que sirve de escape de lo real traumático que distorsiona nuestras vidas (una suerte de des-realización), al mismo tiempo es un espacio a través del cual podemos acercarnos a lo que pretendemos excluir de nuestra experiencia de la realidad social. Dicho de otro modo, el ciberespacio es tanto un medio para escapar a traumas, como un medio para formularlos en la medida en que nos presenta la posibilidad de acercarnos a las coordenadas de nuestro espacio fantasmático. De ahí que el gesto crítico no es reconocer la ficción detrás de la realidad virtual, sino reconocer lo real en lo que aparece como mera ficción simbólica. Hay algo en la ficción que es más que ficción.

Por cierto, las posibilidades técnicas que abre Facebook explican parte de su éxito. A diferencia de Messenger, que utiliza una tecnología de transmisión uno-a-uno, Facebook es una tecnología de transmisión de uno-a-muchos. Frente al “periodismo ciudadano” de los blogs, Facebook y su lógica del hiperlink explota la “sabiduría de las multitudes”. Además, antes la única manera de participar en la web era escribir (cualquier pelotudés, pero escribir). Ahora Facebook brinda la posibilidad de figurar en la web sin necesidad del ejercicio de la escritura. Como decía Jean de la Bruyere: “la gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir”.

Sin duda el mundo Facebook ha crecido desde que se implementara el sistema del news feed, donde el usuario puede enterarse automáticamente de los últimos acontecimientos de la vida de su lista de contactos. Facebook no ha dejado de crecer incrementando la importancia de las herramientas que informan sobre el estado de los asunto privados: “estoy en la playa”, “me voy a acostar”, “me tiré un peo”, etc. Es curioso que la gente tenga tantas ganas de saber qué le pasa o en qué está el otro, y sin tener que preguntarle. Pero más curioso es el efecto de masa (de ligazón libidinal, como diría Freud) bastante peculiar que se desarrolla en Facebook, y que genera formas de identificación que sostienen un “ideal del yo” heterogéneo. Y es que bajo las identificaciones imaginarias que el mundo de la web logra edificar logramos sostener una identidad en la diferencia. Lo particular de Facebook es que en sus múltiples plataformas de comunicación se genera un proceso de homogeneización que promueve la especificidad del otro. Es cosa de notar la popularidad de aplicaciones como los ya clásicos quiz: ¿Qué personaje de 31 minutos eres?, ¿qué tan borracho eres?, ¿qué tan conchadetumadre eres?, etc.

Es decidor que Chile lidere la tasa de crecimiento en Facebook a nivel mundial. Aunque no resulta tan extraño, puesto que el rescate de las redes sociales permite entregarle un pasado a quienes parecen no tenerlo: los jóvenes, los adolescentes. Las personas del pasado quedan como congeladas (muchas veces como meras fotografías) en tu espacio virtual: aquella mina que conociste y te comiste en una fiesta o a quien tuviste de compañero de curso hace algunos años. Facebook es tu memoria en estado presente, no deja pasar el tiempo. Es por todo ello que Google se encuentra actualmente trabajando en un sistema llamado Open Social que busca articular y unificar en un solo “ecosistema” a todas las redes sociales.

Pero a fin de cuentas lo que caracteriza a estas fotos, divagaciones, pseudo-conversaciones, chats, post, que se “publican” (es decir, se hacen públicos) en Facebook, Myspace, Blogs (y antes Fotologs), Twitter, etc., no es otra cosa que una pequeña estela de frustración que cruza la propia vida. Las redes sociales muestran que la soledad del ser humano lleva a esfuerzos desesperados por comunicarse y por salir de la cárcel monádica del sí mismo. Es un esfuerzo por tocar al otro sin contaminarse de su otredad radical. Habrá que pensar en ello para tomar conciencia de la propia fragilidad antes de que las palabras nos abandonen, o para no olvidar que la soledad infinita que nos espera a todos es inevitable.

P.D.: escrito como justificación frente a todos aquellos/as a quienes no he aceptado como “amigo” en Facebook.

Posteado por: doblemirada | diciembre 8, 2008

¿Por qué el amor es diabólico?

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En el mundo occidental existen dos maneras de explicar el origen de lo «diabólico”. En términos etimológicos, el rasgo compartido por dichas explicaciones es que inevitablemente refieren a la tradición judeo-cristiana, por cuanto la figura del diablo forma parte de esa tradición de una manera específica.

En efecto, podemos entender por un lado la figura del diablo como una traducción cristiana del término griego “daimon” (divinidad). Es decir, frente al universo plural de divinidades paganas, el cristianismo habría valorado negativamente lo “daimónico” como diabólico, es decir, la encarnación del mal. La otra forma de explicar el origen de lo diabólico es partir de la definición de “diabolos” en tanto acto de separar y dividir el Uno en Dos, es decir, precisamente lo opuesto del “symbolos” o acto de reunir y unificar. Dicho de otro modo, el diabolos es el rasgo que perturba la armonía existente del Uno. Así, la posición cristiana es radicalmente diferente de las enseñanzas paganas: el acto de la separación, de trazar una diferencia, de apegarse a un elemento que perturba el equilibrio del Todo, es el acto diabólico por excelencia.

Es por ello que el amor no puede dejar de ser radicalmente violento e inherentemente diabólico. Frente a la indiferencia budista de sofocar todas las pasiones que tratan de establecer diferencias, el amor es una pasión violenta que introduce una diferencia, una brecha en el orden del Ser: el amor es violencia en acto que privilegia y eleva a algún objeto por encima de otros. Si el amor es violencia no es sólo por el dicho vulgar que dice “quien te quiere, te aporrea”, sino porque la elección que supone el amor es en sí misma violenta, ya que arranca un objeto de su contexto y lo eleva a la categoría de la Cosa sublime (el “Das Ding” freudiano y lacaniano).

Ya Freud había demostrado cómo la elección de objeto de amor puede causar perturbaciones en el aparato psíquico de los sujetos, y cómo dicha perturbación reside en la naturaleza misma de la pulsión sexual que desborda permanentemente las posibilidades de tramitación psíquica. Lo problemático es que la significatividad psíquica de la pulsión aumenta cuando es frustrada. Y es que el objeto (de amor) de la pulsión nunca es el originario, sino que siempre es un sustituto que nunca satisface plenamente. De allí que si la falta de permanencia en la elección de objeto de amor es explicable, es por la paradoja de la pulsión misma. En otros términos, la pulsión establece una fisura en el Ser: la pulsión es diabólica.

Ahora bien, no por casualidad en el imaginario colectivo el origen del Mal es una mujer (y más aún, una mujer hermosa). Eso ya está en la Biblia. La mujer hace que los hombres pierdan su equilibrio, desestabiliza el universo por la introducción del deseo. Por la mujer todas las cosas adquieren un tono de parcialidad pulsional.

Ese mismo imaginario universal se reproduce en las imágenes míticas de la cultura popular contemporánea. De hecho, se reproduce en la conversión del “buen” Anakin Skywalker en el «diabólico» Darth Vader en Star Wars de George Lucas. El joven Anakin se convierte en Darth Vader e ingresa al camino del “lado oscuro de la fuerza” (lo diabólico) no sólo porque busca patológicamente el poder, tampoco porque se apega patológicamente a las cosas, o porque no puede elaborar el duelo que supone la muerte de su madre. No se trata sólo de que Anakin no pueda tolerar la pérdida, sino de que está enamorado. Es decir, lo que lo impulsa al lado oscuro es por sobre todo su amor por la princesa Amidala, el hecho de que no puede asumir su pérdida, o la esperanza de que podrá salvar al objeto amado de la muerte. Lo que hace “diabólico” a Anakin es el amor por la mujer.

Allí reside precisamente el secreto del amor: ¿no es acaso la mujer la encarnación del diabolos? En esto soy radicalmente cristiano: no es el amor, sino la mujer lo que introduce lo diabólico en el mundo, la ruptura en la continuidad del Ser. Dios nos libre de su diabólico encanto. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo…

Posteado por: doblemirada | octubre 5, 2008

Cuerpo detenido, cuerpo desaparecido

Cuánto puede un cuerpo.

Aquí la respuesta es barbarie.

Villa Grimaldi, 27/09/08

El cuerpo es nuestra angustia puesta al desnudo

Jean-Luc Nancy. Corpus

El sábado pasado hice una visita a lo que hoy se conoce como “Parque por la paz Villa Grimaldi”. Allí pude observar la instalación de un espacio institucional que hoy funciona como un lugar de memoria, una verdadera “huella mnémica”, la exposición abierta del inconsciente -con todo lo que tiene de material reprimido- nacional.

La entrada de Villa Grimaldi la identifica como “centro clandestino de detención, tortura y exterminio entre 1973 y 1979”. Y la presentación va inmediatamente acompañada por la cifra: 4.500 torturados, 226 detenidos desaparecidos y ejecutados. Recorriendo Villa Grimaldi el énfasis es puesto en su “arquitectura del castigo”, en su “lógica concentracionaria de muerte probable o muerte certera”, en el “castigo al cuerpo como objeto político”. Dos instalaciones son paradigmáticas de su arquitectura: las “casas corvi”, celdas herméticas de un metro por un metro, donde “sólo podíamos respirar por el visor que usaban los guardias para observar hacia su interior”, y “la Torre”, “lugar de castigo dentro del castigo”, “lugar de soledad, tortura y exterminio”, pero también espacio panóptico del poder. Sin embargo, lo que más sorprende al visitar Villa Grimaldi es la absoluta racionalidad que hubo en la administración de la tortura. Villa Grimaldi era una verdadera maquinaria del castigo, una industria eficiente de la producción de tortura. Y es precisamente aquella rigurosidad científica en la administración de los cuerpos lo que otorga a Villa Grimaldi un estatuto biopolítico.

Sí, biopolítico. Porque ¿no se trata a fin de cuentas de aquello que Foucault llamó “biopolítica”? En efecto, allí la existencia humana se situaba en una zona de indeterminación, en el frágil límite entre vida y muerte, en eso que Giorgio Agamben denominó nuda vida. Es el mismo Agamben quien sostiene la tesis que define al campo de concentración como nomos de lo moderno, matriz oculta del espacio político de nuestros días, situación en que el estado de excepción empieza a convertirse en regla, paradigma del espacio donde la política se convierte en biopolítica y el homo sacer se confunde con el ciudadano. Lo que subyace a dicha tesis es la constatación del lazo estrecho que existe entre poder legal y violencia, puesto que es precisamente en ese espacio de indeterminación que define al campo de concentración donde, en estado de excepción, la ejecución se convierte en el paradigma del ejercicio del poder, y el cuerpo humano es expropiado de su estatuto político normal y abandonado a condiciones extremas.

Durante la Alemania nazi existía la figura del Versuchepersonen, o persona de prueba que era objeto de experimentaciones. Versuchepersonen era el “trosko Fuentes”, detenido de Villa Grimaldi que, encadenado y encerrado en una casa de perro, fue objeto de inyecciones de sarna. Para mí, Villa Grimaldi no representa otra cosa que el despliegue de un relato de y sobre ese cuerpo torturado. Fue precisamente Foucault quien mostró cómo las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos, cómo el poder se ha introducido y se encuentra expuesto en el cuerpo mismo, cómo el cuerpo individual (cuerpo viviente) y el cuerpo social (población) se han convertido en el verdadero objeto de la política moderna. Esto implica que el cuerpo no existe sino dentro y a través de un sistema político, por cuanto el poder es aquello que forma, mantiene, sostiene y a la vez regula los cuerpos; opera en la constitución de la materialidad misma del sujeto, y simultáneamente forma y regula al sujeto: el objetivo de las disciplinas es convertir la singularidad somática en el sujeto de una relación de poder, y así producir individuos; el individuo no es otra cosa que el cuerpo sujetado.

Pero el homo sacer de hoy adquiere una especificidad más compleja. Hoy, el objeto privilegiado de la política humanitaria es la población reducida a objeto biopolítico. Como lo sostiene Žižek, aquellos que son percibidos como receptores de ayuda humanitaria son la figura emblemática del homo sacer en la actualidad (los sans-papiers en Francia, los habitantes de las favelas en Brasil, los afroamericanos en USA, los sin techo en todo el mundo, y podríamos agregar a los indígenas en Chile y América Latina). Y es que ya no existe oposición entre guerra y ayuda humanitaria. O podríamos decir: la ayuda humanitaria es la continuación de la guerra por otros medios (basta con pensar en Irak). En este sentido, el homo sacer tiene un doble rostro: por un lado, ser humano reducido a la nuda vida en tanto objeto disponible del saber especializado; pero también respeto al Otro vulnerable. De ahí que tanto el campo de concentración como el campo de refugiados compartan la misma matriz sociológica.

La frase “Dios ha muerto” –dice Alain Badiou- quiere decir que el hombre del humanismo también está muerto. Si el siglo XX comienza con el tema del hombre como programa -y el “superhombre” nietzscheano no es otra cosa- y ya no como dato, el siglo XXI, bajo el signo de los derechos humanos como derechos del ser viviente natural (y no otra cosa es la discusión en torno a la condición abortiva de la píldora del día después), intenta volver al hombre como dato. En ese contexto, las democracias contemporáneas pretenden imponer un “humanismo animal”: el hombre sólo existe en cuanto es digno de compasión, el hombre es un animal lastimoso al cual tenemos acceso a través del espectáculo de los padecimientos.

¿De qué se trata entonces en Villa Grimaldi? Se trata de hacer del cuerpo un objeto a partir de la materialización del estado de excepción, materialización que obedece a la estructura biopolítica del campo de concentración. En tal sentido, Villa Grimaldi aparece como un lugar donde la experiencia totalitaria dice que todo es posible. Y es allí donde se debe indagar acerca de los procedimientos jurídicos y los dispositivos políticos que hicieron de lo posible el todo; es allí donde se debe indagar la relación estrecha que anuda ley y violencia.

Aquí no hay testigos, hay actores”, dice un ex detenido en Villa Grimaldi. Actores que en su desgarro testimonian la progresiva politización de la vida en sus propios cuerpos. Tal como lo ha sostenido Rodrigo Karmy, en la Polis chilena el desaparecido ha sustituido al ciudadano y el campo de concentración a los espacios públicos: las esferas privadas y públicas se encuentran dislocadas porque no encuentran ni a sus familiares ni a sus ciudadanos, todo un proceso de “des-ciudadanización” en que se termina por ser expulsado de los sistemas institucionales. Así lo testimonió el cuerpo de Carlos Castro, joven conscripto que es colgado de un árbol y luego golpeado a cadenazos por sus compañeros militares a causa de ser acusado de colaborar con detenidos. Así se inscribe la “pedagogía del castigo”, así opera el ejercicio de la tortura que hace de su cuerpo una materia indistinguible de un cuadro de Francis Bacon.

En aquella absoluta indiferencia entre hecho y derecho de ese cuerpo biopolítico que es la nuda vida, habrá que preguntar nuevamente –y con mayor razón hoy, cuando se cumplen 20 años del famoso No-, cuánto puede un cuerpo.

Posteado por: doblemirada | septiembre 21, 2008

Grandes chilenos, o por qué no votamos por la historia

En el contexto de una polémica discusión en torno a la historia de Chile -poco antes vista en un programa de televisión-, Salvador Allende resultó finalmente elegido como el más grande de los chilenos (con un 38,8% de los votos, contra el 38,4% de Arturo Prat).

Los comentarios no tardaron en aparecer: la disputa por el primer lugar de un concurso televisivo terminó por demostrar la permanencia de la polarización en la sociedad chilena; la votación por el más grande de los chilenos (entre un grupo de diez personajes) terminó por elevar a dos figuras representativas de sectores de derecha e izquierda: Prat v/s Allende; el gobierno de la Unidad Popular encabezado por Allende llevó al país a la miseria, por lo que no merecería el título de gran chileno, etc., etc. Y a pesar de lo “democrático” que podrían ser los principios de la elección, muchos –ya sean intelectuales o ciudadanos silvestres- pegaron el grito en el cielo: ¿y qué hay con O’Higgins, el padre de la patria? ¿qué pasó con las grandes obras de Balmaceda? ¿cómo es posible que no se reconozca el legado institucional de Portales?

Sin embargo, la pregunta debería ser más elemental: ¿por qué elegir a los grandes chilenos? ¿Cuál es la función de los grandes personajes en la historia de las sociedades?

En una provocadora conferencia titulada ¿Qué es un autor?, Michel Foucault se hace una pregunta sencilla: “¿Qué importa quién habla?”. Y es cierto: ¿realmente importa quién habla? Aquella pregunta sería precisamente el principio ético de la escritura contemporánea, y señalaría el hecho de que el autor no es ni el propietario ni el responsable de sus textos, ni el productor ni el inventor. Dicho de otro modo, el autor no es el escritor real, tampoco el locutor ficticio: la “función-autor” se efectúa en la escisión que marca la partición y distancia entre ambas figuras. Lo que Foucault resume en la categoría de función-autor no sería más que un momento de individualización en la historia, el nombre como marca individual, un momento histórico definido y punto de encuentro de un cierto número de acontecimientos, y que precisamente permitiría explicar tanto la presencia de dichos acontecimientos como sus transformaciones. Por lo tanto, para Foucault, en la investigación histórica no se trata de dar cuenta de los grandes genios, sino que más bien del esfuerzo por pensar las condiciones de posibilidad de cualquier discurso o acontecimiento, del espacio en que se dispersa y del tiempo en que se despliega.

Ahora bien, aquello que aparece como la pregunta por las condiciones de funcionamiento de prácticas discursivas específicas, puede ser usado para interrogar las condiciones de funcionamiento de prácticas históricas. En la época en que “Dios ha muerto”, y en la que el autor no ha tenido mejor suerte ¿por qué insistir en los grandes personajes de la historia? ¿por qué la función-autor sigue operando en la historiografía? Si bien la historia social, a través del rescate de los movimientos sociales y populares, ha contribuido a desprestigiar esa función-autor que pesa tanto en la historiografía, todavía no ha logrado hacerla desaparecer por completo de las canteras de la historia.

El punto al que quiero llegar es que lamentablemente Grandes chilenos constituye un ejemplo de la función-autor en la historia. Participar de ese concurso (que, por cierto, tuvo una acogida numéricamente considerable) es contribuir a congelar la historia en los grandes personajes, como si todo el entramado de prácticas y condiciones sociales que hicieron emerger un determinado acontecimiento histórico se redujera al nombre individual. Grandes chilenos es parte de un movimiento de deshistorización, una producción ideológica en la medida en que el autor aparece como representación invertida de su función histórica efectiva, la versión instituida de acciones instituyentes.

Por cierto, la función-autor no se forma espontáneamente como la atribución de un discurso o proyecto a un individuo, como uno podría creer a partir de la elaboración de los documentales de Grandes chilenos, sino que es parte de una operación compleja vinculada a un determinado sistema jurídico e institucional que articula el universo de los discursos y que construye ese ente llamado autor. En otras palabras, Grandes chilenos es mucho más que una suerte de proyección psicologizante de ciertas propiedades demiúrgicas. En este sentido, llevar a cabo la deconstrucción de la función-autor permite desarrollar un análisis crítico de las modalidades de existencia de los discursos, sus modos de circulación, atribución, apropiación y el modo como se articulan en las relaciones sociales.

Paradójicamente, elegir a Salvador Allende como el gran chileno es el gesto reaccionario y conservador por excelencia, en la medida en que lo que constituye un patrimonio colectivo termina por reducirse al típico gesto del individualismo burgués, es decir, a la promoción de la propiedad privada del sentido histórico. De este modo, Allende termina por transformarse en un sujeto individual que expropia al sujeto colectivo de lo que le pertenece por derecho: ¿quién dijo que la historia es nuestra? ¿quién dijo que la historia la hacen los pueblos?

Pero, por otro lado, ¿qué importa quién habla? Entre los grandes personajes y sus gestas, yo voto por el roto de la esquina.

Posteado por: doblemirada | septiembre 1, 2008

Vemos, deseamos y sudamos Cine (parte II: la pantalla y sus fantasmas)

(Al Dr. Silvio Bruzzone, gran conversador y cinéfilo que amaba las películas de Kubrick)

Esta soledad de cara al fantasma es una prueba mayor de la experiencia cinematográfica. El cine tenía necesidad de ser inventado para colmar un cierto deseo de relación con los fantasmas. El sueño precedió su invención. (…) Uno va a hacerse analizar al cine, dejando aparecer y hablar a todos sus espectros.”

Jacques Derrida

Un fantasma recorre el cine: necesitamos más ficción para (sobre)vivir lo real. Cada día me convenzo más de la realidad de este hecho. La semana pasada fuimos con Alicia al festival de cine Sanfic y vimos una película verdaderamente sublime: En la ciudad de Sylvia, del catalán José Luis Guerín. El día anterior habíamos visto la recientemente estrenada La buena vida, del chileno Andrés Wood, y la verdad es que la distancia entre la sutileza de Guerín y el efectismo de Wood opaca a este último. De todos modos ambas películas nos gustaron, pero lo que más nos llamó la atención es que al parecer los chilenos van cada vez más al cine. Creo que una conclusión posible es que estamos lejos de una crisis de la representación –en contraste con los alardes de un cierto discurso posmoderno-, sino que al contrario, estamos cada vez más cerca de una establecida función referencial de las imágenes en la vida de las personas.

El siglo XX quedará en la retina histórica como el siglo de las imágenes. No por casualidad el siglo comienza con la publicación de La interpretación de los sueños, donde a partir de una teoría de las representaciones, de los desplazamientos y las condensaciones, Freud elaboró –sin saberlo- todo un tratado de estética cinematográfica. La cómplice contemporaneidad entre cinematografía y psicoanálisis, descrita ya por Walter Benjamin, reside en el carácter de su visión y la percepción del detalle: agrandar un detalle es lo propio de la cámara y del análisis. Agrandando el detalle (la toma de un rostro, un objeto…un lapsus, un sueño) se cambia la percepción de la cosa misma, se accede a otro espacio, a un tiempo heterogéneo, a una “otra escena”.

Ahora bien, en la historia occidental –desde Platón en adelante- existe una desconfianza hacia la imagen. Es curioso que hoy, en el momento en que esa imagen adquiere mayor virtualidad, se de una aproximación más transparente y menos desconfiada. En efecto, con la ficción cinematográfica se desarrolla un fenómeno de creencia que es sostenido por la representación. Los nostálgicos de la pintura privilegian la abstracción de la forma por sobre su función de representación. Con el cuadro Las Meninas, Velásquez hace entrar en crisis a la noción clásica de representación, puesto que la imagen (el cuadro mismo) muestra aquello que no es visible por un sujeto trascendental centrado; es más, muestra cómo el acto mismo de representar no puede ser representado. Sin embargo, después de las películas de Godard podemos estar de acuerdo con lo primero (el sujeto frente a la imagen se ha descentrado), pero ya no es tan claro lo segundo (los límites de recursividad de la imagen y su representación). La imagen cinematográfica siempre desborda el concepto, puesto que es pura materialidad en movimiento. Lo que no puede ser pensado bajo la forma del concepto aparece en la “síntesis disyuntiva” de la imagen. En otras palabras, el cine es el simulacro absoluto.

Por otro lado, en la interpretación de la imagen siempre hay algo de fantasmático. El cine, arte popular par excellence, es el arte de las apariencias y las fantasías, es capaz de decirnos cómo la realidad misma se constituye como una construcción simbólica (y, al mismo tiempo, da cuenta de las fallas inherentes al universo socio-simbólico). La experiencia cinematográfica –decía Derrida- pertenece a la espectralidad, se pone en contacto con un trabajo del inconsciente. Y es allí precisamente donde aparece lo ominoso que perturba nuestra frágil tranquilidad cotidiana (como en las películas de Hitchcock o Lynch).

El cine abre un nuevo régimen de la creencia, hace aparecer nuestros espectros inconscientes. Cada uno proyecta algo íntimo sobre la pantalla, pero todos estos fantasmas personales se cruzan en una representación colectiva. El cine es el arte de las masas, pero también el de la singularidad. Si bien en la sala de cine cada espectador está solo, ensimismado en un goce narcisista que deshace el lazo social, se vuelve a reconstruirlo en un nuevo espacio colectivo, una comunidad de representaciones colectivas que a través del montaje cinematográfico abre una narrativa con materialidad particular: la pura imagen, la imagen pura; técnica de apariciones ligada a un mercado mundial de miradas.

El cine es nuestro Solaris, aquel lugar que no deja de hacer emerger nuestros fantasmas (como en el filme de Tarkovsky). Quizá por ello en estos días tanta gente repleta las salas de cine o simplemente detiene el tiempo cotidiano y sus rutinas con una película. No cabe duda: uno va a hacerse (psico)analizar al cine. Es impresionante ver cómo el mundo comienza a hacer del cine una caja de herramientas.

Posteado por: doblemirada | agosto 5, 2008

Esa (des)afinada música de los pingüinos

Hace unas cuantas semanas fuimos con Alicia a ver el comentado documental La revolución de los pingüinos. Dos cosas me parecieron de lo más relevante en el documental: el conflicto constante entre los propios miembros del movimiento estudiantil (y su manejo notable por parte de la asamblea de los estudiantes), y el aún no resuelto conflicto entre dicho movimiento y las autoridades de gobierno (y su manejo errático y desfalleciente que culmina en la impotencia actual). Días más tarde me encuentro con que ese segundo elemento (la impotencia) reaparece en un “pasaje al acto” sin duda paradigmático: el jarrazo que María Música le arroja sin contemplaciones a la ministra de Educación. Lo lamentable es ver cómo los medios de comunicación se dedican a banalizar y deslegitimar aquel acto, llegando incluso a psicologizar e individualizar un gesto que en su estructura es colectivo. Sí, colectivo. Lo que en un nivel manifiesto aparece como simple mala educación de una adolescente, a nivel latente constituye un efecto colectivo, la manifestación focalizada de un verdadero síntoma social. Creo que es posible identificar al movimiento estudiantil del 2006 como este síntoma, en la medida en que hizo posible un análisis crítico de la educación que se releva, desde el argumento del discurso hegemónico, como el “gran eslabón” del desarrollo, pero que, al mismo tiempo, aparece como aquel lugar donde las desigualdades, las relaciones de dominación y los conflictos latentes se hacen evidentes. La educación entonces hace emerger una suerte de “formación de compromiso” entre las promesas de igualdad y la crítica de la persistencia de la desigualdad y reproducción de las relaciones de dominación.

En los últimos años ha acontecido una recomposición lenta y tardía del sistema de actores sociales, cuestionando las formas tradicionales de acción colectiva y cuestionando a la democracia como mero rito formal de legitimación en el plano político de los mecanismos de mercado. Ante la ausencia de una verdadera democratización social, emerge la necesidad de una alternativa al modelo de desarrollo, en función del fortalecimiento de las referencias simbólicas de la acción colectiva que pudieran sobrellevar la fragilidad de las bases culturales de la democratización política. Es en ese contexto que emerge el movimiento estudiantil, institución que históricamente ha generado tácticas de poder instituyente en conflicto con estrategias de poder instituido, convirtiéndose así en un actor social visible. Sin embargo, ha sido -por lo menos en el último tiempo- hegemónicamente impotente (y precisamente María Música da cuenta de ello), dado que ha permanecido inscrito en el orden del discurso hegemónico.

El movimiento pingüino, conformado por sujetos nacidos y educados en democracia, representa una de las manifestaciones más evidentes del malestar en la cultura chilena desde el retorno de aquélla. En efecto, la movilización pingüina representa el proceso más relevante que se conozca desde el inicio de la postdictadura chilena en relación a la constitución de un actor social al interior de las prácticas educativas. Gracias a los pingüinos el movimiento estudiantil demostró que puede ser algo más que una formación de masa, y en ello jugó un papel importante el hecho de que su demanda fue esencialmente democrática, en la medida en que se mantuvo a distancia respecto a una posible identificación con otras demandas; es decir, a partir de articularse en función de una lógica de la diferencia respecto a otros sectores políticos, el movimiento pingüino no se identificó con una “demanda populista” que unificara a través de una cadena de equivalencias diferentes demandas provenientes de diversos grupos sociales.

Sin duda el movimiento pingüino fue un efecto político en términos de acontecimiento; fue un acontecimiento porque nadie sabía muy bien qué es lo que se estaba produciendo, y por eso sólo hoy podemos analizarlo en perspectiva. Lo relevante es poder entender dicho acontecimiento como un síntoma de la política actual, un síntoma no de la sociedad en cuanto tal, sino del tipo de lazo social que define el discurso hegemónico.

Ahora bien, la impotencia del movimiento pingüino para cambiar las cosas una vez que el aparato burocrático absorbió su demanda, aplicando la lógica del mismo discurso hegemónico, es la impotencia propia del sujeto histérico. El movimiento pingüino permite pensar en una posible redefinición de las formas tradicionales de ejercer la ciudadanía en el contexto democrático, pero ello no se traduce en un cambio inmediato de las formas de subjetivación ideológica. Mediante la seducción histérica, el movimiento pingüino logró cuestionar el modelo democrático liberal que promueve un modelo de participación ciudadana reducida a la actividad electoral, subvirtiendo así los procedimientos de regulación de los discursos que imponen a los individuos una identificación a ciertos tipos de enunciación prohibiéndoles cualquier otro; logró subvertir la lógica del modelo de gestión, la mediación de los especialistas, y con ello logró subvertir el orden del discurso en cuanto a sus procedimientos de exclusión que prescriben el nivel técnico necesario para participar en él; incluso logró por momentos constituir una identidad popular (sin ser populista) en la medida en que unificó sectores históricamente excluidos con los sectores medios y acomodados; pero esto no implica necesariamente una redefinición de lo político en el marco de la política liberal, sino que más bien la cuestionó, la sancionó, la criticó, pero para que esta finalmente se reafirmara y consolidara, en primera instancia a partir de un “Consejo Asesor Presidencial por la Calidad de Educación”, y en segunda instancia por un “Acuerdo por la Calidad de la Educación”, todo ello enmarcado en un “pacto social” de escenas teatrales de unión de todas las manos bajo el guión del bacheletismo-aliancista, nueva forma chilena de la “tercera vía” y último bastión del tránsito del “avanzar sin transar, al transar sin parar”. Si bien los pingüinos apelaron a que otro orden público es posible, no tendamos a creer que configuraron uno nuevo (eso es ingenuo).

Lo que queda en evidencia luego de ver el documental La revolución de los pingüinos, es que ciertamente estos lograron articular prácticas micropolíticas sofisticadas, a través de las cuales pudieron sobrellevar las estrategias del poder instituido generadas desde los discursos del gobierno, los partidos políticos y la prensa con el fin de absorber, despotenciar o simplemente deslegitimar sus protestas y demandas. Lograron masificarse sin constituir masa, es decir, sin generar la figura de un líder carismático que paralizara y personalizara su movilidad, desmarcándose incluso del paternalismo que quiso adoptar el gobierno frente a ellos, pudiendo sostener así demandas económicas, de infraestructura, de calidad en educación, de cambios constitucionales y administrativos que les permitieron subvertir los procedimientos internos de control, unidad y coherencia de las significaciones del discurso, subvirtiendo así su juego de identidad a través de la proliferación de sus demandas. Pero contrario a lo que se tiende a creer, no por ello se articuló una crítica profunda al discurso hegemónico, cuando en el hecho estaban dadas las condiciones de hacerlo, en la medida en que ocupaban el lugar estructural que define una de las piedras angulares de la reproducción de dicho discurso: la educación, gran eslabón del progreso, significante flotante que regula el orden del discurso. En suma, el movimiento pingüino no pudo escapar a sus condiciones de posibilidad históricas. No se debe caer en la tentación de comprender el movimiento pingüino como acontecimiento fuera del orden del discurso, como una suerte de agente históricamente indeterminado. Las demandas estudiantiles, si bien contienen una crítica potencial al orden económico neoliberal, y también a su soporte técnico (por ejemplo, al querer participar activamente en la reforma de la ley orgánica constitucional de educación, LOCE), y si bien de algún modo intentaron reelaborar los modos tradicionales de acción política, sin embargo, no lograron intervenir sobre las coordenadas culturales del orden ideológico hegemónico.

De todo esto hay una lección muy importante que aprender: hoy el paso más importante es cuestionar las coordenadas ideológico-hegemónicas, y si hoy uno sigue directamente el llamado para actuar, éste será un acto inscrito dentro de tales coordenadas y su metástasis. El movimiento pingüino, con todo lo subversivo que significó, no pudo dejar de actuar en cierta forma la compulsión a la repetición que subyace a las condiciones de la hegemonía. Esto implica una conclusión muy distinta a las ideas sostenidas por los miembros del movimiento estudiantil bajo la consigna de “somos demasiado jóvenes, no podemos esperar más”: de lo que se trata hoy ya no es de reivindicar la famosa XI tesis de Marx. Lo que ha demostrado el fracaso del movimiento estudiantil es todo lo contrario: ya no se trata de cambiar el mundo a partir de un paso irreflexivo y desgastante a la acción, sino que se trata de pensarlo, interpretarlo. El dilema político de nuestra época es si la proliferación de nuevos actores sociales permitirá el surgimiento de voluntades colectivas más fuertes, o se disolverá en nuevos particularismos que el sistema podrá integrar y subordinar fácilmente.

Este diagnóstico no significa que deseche el movimiento secundario. Al contrario, rescato el hecho de que el movimiento nos enseñó que aún persiste el deseo de subversión en la subjetividad contemporánea; y nos enseñó cómo pueden ser leídas las coordenadas de su fracaso. Y es que el fracaso mismo del movimiento es la posibilidad de dar cuenta del retorno de lo reprimido: la educación no puede compensar las desigualdades de la sociedad; el problema es de la estructura social, y su solución no pasa por una parte de ella. Ojalá se pueda instalar ese auténtico “jarrazo” en el centro del debate.

Posteado por: doblemirada | julio 13, 2008

El objeto petit i-Phone

El sistema de los objetos es cosa curiosa. Hoy, tanto en Chile como en el resto del mundo, existe una locura generalizada dentro del ambiente tecnologizado por la llegada del nuevo celular-ipod iPhone 3G. Tal aparatito se ha convertido en la nueva sensación que hace que incluso ya exista una lista de espera para obtenerlo. Es tanta la parafernalia, que incluso el iPhone fue elegido como invento del año por la revista Time en 2007, y posicionó a Steve Jobs (gerente de Apple) como una de las personalidades más influyentes en el público consumidor. En Chile, la fiebre del celular -representada caricaturescamente por el icono del “Aló, Faúndez”- ya es archiconocida. Ahora se abre en las empresas de telecomunicaciones una nueva carrera por obtener la exclusividad de la distribución del nuevo objeto del deseo.

La verdad es que no conozco las características y funcionalidades tecnológicas que ofrece el nuevo iPhone, pero sí logro distinguir la funcionalidad que obtiene dentro de la economía del deseo de los sujetos. Creo que el iPhone viene a ocupar un lugar dentro del sistema de los objetos de consumo que actualmente desempeña una función análoga a aquello que Lacan denominara el “objeto petit a” (objeto causa del deseo).

Existe un vacío estructural en los objetos a causa del cual ningún producto es realmente lo que ofrece. Dicho de otro modo, ningún producto está a la altura de las expectativas que abre dentro de la economía psíquica de los sujetos. Lo que revela el objeto iPhone y toda la parafernalia que gira a su alrededor es la fórmula misma de los productos que prometen más de lo que inherentemente son. Tal como lo sostiene Žižek, la función última de ese plus es compensar el hecho de que ninguna mercancía cumple efectivamente su promesa fantasmática: completarme, hacerme la vida más feliz, todo será mejor una vez que obtenga dicho objeto, etc., etc. Nuevamente estaríamos frente a la estructura propia de la mercancía, aquella que se inscribe dentro del orden del fetichismo (de la mercancía) del que ya hablara Marx.

Lo crucial en este punto es que existe una homología entre esa estructura de la mercancía y la estructura del sujeto moderno producido al interior del discurso capitalista. Dicho en breve: la esencia de nuestra subjetividad es un vacío que se llena con apariencias. En efecto, el tipo de subjetividad que se produce en este tipo de sociedades es una de las principales formas de capital que permiten al capitalismo seguir su curso de reproducción y metástasis. Como ya lo sostuviera Lacan, el discurso capitalista se sostiene en la promesa fantasmática que supone que el “objeto a” (plus de goce) puede ser integrado. El capitalismo es la primera forma de sociedad, el primer modo de producción que ha logrado capturar algo constitutivo de la propia conformación de la subjetividad. Es la primera vez en la historia que hay una suerte de coincidencia entre la estructura del sujeto y una forma de dominación que ha sabido apoyarse en tal estructura: a través de la lógica del ideal anónimo del mercado se asume el valor de la “falta” (vacío) inherente en el sujeto como aquello que hay que saber completar a través del sistema de los objetos.

Nuestra economía del deseo es cosa curiosa. El objeto iPhone viene a demostrar el hecho de que la lógica del capitalismo contemporáneo no es una lógica del consumo, sino más bien del deseo. Las apariencias (no) engañan.

Posteado por: doblemirada | julio 5, 2008

Traducir lo cotidiano

“La estética de las diferentes clases sociales no es pues, salvo excepción, más que una dimensión de su ética, o mejor, de su ethos”.

Pierre Bourdieu

Siempre me han fascinado los pequeños eventos diarios o lo que es del orden de lo mínimo. Hace un par de semanas vimos Lo bueno de llorar, la última película del que quizás es el mejor cineasta chileno del momento: Matías Bize. Y me encantó. ¿Por qué? porque ese modo de narrar lo que nos pasa en un retazo de nuestras vidas, ese modo de develar la conversación ordinaria, sus silencios y sus rostros es una verdadera práctica transformadora, todo un “arte de hacer”.

Siempre me ha fascinado lo cotidiano, ese reducido campo de proliferación de historias y vivencias heterogéneas que se multiplican con el desmoronamiento de las estabilidades locales. Como decía Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano, las prácticas cotidianas producen sin capitalizar, sin dominar el tiempo.

Lo sublime de Lo bueno de llorar no es cómo relata la intimidad y el quiebre de una pareja, sino el modo de encarar el detalle, los largos silencios que acompañan el caminar por las calles, los pasajes de rostros inexpresivos (y por eso, excesivamente expresivos). Largos planos minimalistas que no van hacia ninguna parte, sólo siguen e insisten en mostrar los pasos.

En efecto, la maravilla de una obra de arte reside en que nos desoculta aquello que no vemos comúnmente. Decía Heidegger que en la cercanía de la obra de arte pasamos de súbito a estar donde habitualmente no estamos. Nunca vemos lo cotidiano. Nunca estamos en lo cotidiano precisamente porque lo damos por visto. Y es que el orden social funciona sólo si es inconsciente.

Existe otra película que me recuerda esa sensación de cotidianeidad. Lost in translation de Sofía Coppola nos golpea con un exceso de cotidianeidad en determinadas secuencias de imágenes. Tal exceso hace conciente aquello que por naturaleza debería quedar en el orden de lo implícito. No hay nada que envuelva mejor el tiempo que las imágenes. El cine, pura imagen en movimiento, viene a significar lo socialmente dado. La imagen cinematográfica es traducción de lo cotidiano.

¿Cómo puede ocurrir aquel desplazamiento que arroja a lo cotidiano fuera de su cotidianeidad, cómo se da este descentramiento de lo cotidiano? Dicho desplazamiento está mediado por la función artística. El arte está condenado a significar, no puede suicidarse en la función de lo ya visto. El discurso del arte moderno trata de significar del mismo modo que los objetos en su cotidianeidad. ¿Por qué? No es otra cosa que la subjetividad tratando de reconciliarse con su propia imagen.

Cada vez más las películas han pasado a ser objetos que no plantean ningún problema al entorno, no perturban el orden del mundo contemporáneo. Cada vez más las películas son pura parafernalia de efectos especiales, espacio de circulación y de conexión efímera: pura instantaneidad. Lo que fascina a todo el mundo es que la realidad esté corrompida por los signos. Es el triunfo de la simulación (forma desértica de lo social). Todo está hecho para ser visto sin ser contemplado: es la pura transparencia de las redes (no hay traducción), soberanía de la pulsión escópica del espectáculo. El imperativo categórico del espectáculo es la extraversión forzada de toda interioridad y la introyección forzada de toda exterioridad. En cambio, en el complejo mundo de lo cotidiano el espacio se hace fractal y holográfico: cada fragmento contiene el universo entero.

El efecto cotidiano es el más difícil de producir (o de captar). Nuevamente allí reside lo sublime de Lo bueno de llorar. Pero ¿qué es lo cotidiano? la cotidianeidad es la diferencia en la repetición, decía Baudrillard. En lo cotidiano lo que se repite no es “lo mimo”, sino “lo diferente”, lo que nunca se hace presente. Tanto en Lo bueno de llorar como en Lost in translation la realidad social es obscenamente cotidiana. La soledad compartida en la vida de los personajes bordea los límites del tedio.

El interés por la vida cotidiana –decía Norbert Lechner- se debe a un descontento y malestar con la misma: quiebre de los hábitos, disolución de las expectativas acostumbradas que remece nuestra sensibilidad. Al enfocar con la cámara los detalles de la vida cotidiana se hace posible contemplar la materia prima con la que construimos nuestras pautas de convivencia social y cómo deviene en orden natural: la vida cotidiana es una cristalización de las contradicciones sociales, permite explorar la textura de la sociedad.

Toda obra –decía Bourdieu- es hecha dos veces: por el creador y por el espectador (o por la sociedad a la que pertenece el espectador). Cadenas de miradas nos atan a la tierra. Lo cotidiano es el lugar privilegiado para contemplar lo que hemos hecho de nosotros mismos.

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